UN TEXTO Sobre la interpretación de la obra de
arte.
El qué, el por qué y el cómo
The Gombrich Archive, 2005
http://www.gombrich.co.uk/showdoc.php?id=32
Traducción y notas: Carlos Montes Serrano
El pasado mes de noviembre fallecía en Londres
Ernst Gombrich (1909–2001); pocos días antes le habíamos enviado el presente
artículo para su aprobación. Su contribución se convierte ahora en homenaje y
recuerdo para el último maestro de toda una gran generación de estudiosos del
arte, entre los que cabría incluir a Erwin Panofsky, Rudolf Wittkower o
Nikolaus Pevsner.
El texto, hasta ahora inédito, corresponde a una intervención del profesor Gombrich en
la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense, el 30 de enero
de 1992, en la víspera de su nombramiento como Doctor Honoris Causa. Con
esta intervención se clausuraba un seminario sobre su obra y sus ideas,
organizado por el profesor Valeriano Bozal en el Departamento de Historia del
Arte Contemporáneo, en el que habían intervenido distintos especialistas en
historiografía del arte y en la obra de Gombrich.
Tras formular las tres preguntas que pueden definir las tareas que han ocupado a los
estudiosos del arte ––el qué, el por qué y el cómo––, Gombrich describe la que ha sido su principal tarea y preocupación
durante toda su vida académica: la pregunta sobre el por qué de una obra de
arte, y muy especialmente, la de por qué a lo largo de la historia, durante
distintas épocas, estilos y lugares, se ha representado la realidad de maneras
completamente distintas.
Antes de comenzar mi
intervención, deseo expresar mi más profundo agradecimiento al profesor
Valeriano Bozal por haber organizado este seminario sobre mis escritos, al
igual que a todos los participantes, que han debido dedicar tiempo y esfuerzo en
familiarizarse con mis opiniones. Créanme si les digo que siento cierta
extrañeza al descubrir que he llegado a tal edad en que puedo ser considerado
como un auténtico tema de discusión, debate y posible polémica; lo que me lleva
a recordar que hace ya 64 años que comencé mis estudios de historia del arte en
la Universidad de Viena. Y de pronto me enfrento con la autoridad de ese otro
"Gombrich" que emerge de su seminario y de los libros del profesor
Joaquín Lorda, del profesor Carlos Montes y de otros que han tenido la
amabilidad de escribir sobre mí.
¿Reconoceré el
parecido que tiene conmigo? Aquellos de ustedes que hayan sido retratados en
alguna ocasión, reconocerán esta clase de sensación: ¿me parezco realmente al
cuadro, o quizá sea el cuadro el que realmente se parece más a mí que yo mismo?
¡Cómo me hubiera gustado poder escuchar las intervenciones en el seminario para
descubrir cómo soy a los ojos de mis compañeros! Al menos, confío en poder
leerlas. En cualquier caso, deben creerme si les digo que no es una falsa
modestia la que me lleva a expresar mi sorpresa ante la atención que han
prestado a mi trabajo. Nunca quise fundar una escuela o propagar un
"ismo" en nuestros estudios. Todo lo que he deseado, durante estas
seis décadas, fue contestar a unas cuantas preguntas que me interesaban; y
contestarlas de un modo que pudiera ser comprensible para los demás. Durante mi
carrera me hice un compromiso, que fue, y todavía sigue siéndolo, un compromiso
con la racionalidad, con el sentido común.
Soy el primero en reconocer que las grandes obras de arte se
nos presentan rodeadas de misterio, pero no creo que esto nos permita hablar de
ellas con un lenguaje o un estilo esotérico. Lo que decimos debe ser
inteligible, incluso si se traduce a otra lengua. En ocasiones he expresado
esta idea con una metáfora que hoy en día puede resultar extraña a las
generaciones más jóvenes aquí presentes. En el pasado, los billetes de dinero
en los países europeos llevaban una inscripción que indicaba que ese trozo de
papel podía canjearse en el mostrador de un banco nacional por su valor
equivalente en oro. En su origen se debía a que el oro era demasiado pesado
para el uso corriente, por lo que comenzó a usarse como sustitutivo el papel
moneda. Es evidente que lo que los
historiadores del arte afirmamos o escribimos hoy en día, no puede tener la
misma garantía de certeza que tenían aquellos billetes a los que se les
garantizaba su valor en oro. De ahí que tengamos que ser capaces de ofrecer
ejemplos concretos de lo que pretendemos demostrar, evitando que aquello que
escribimos no sea más que una retahíla de palabras grandilocuentes. Debemos
resistirnos constantemente a esta tentación, utilizando un lenguaje siempre
acorde con un significado preciso. Y debemos hacerlo, sobre todo, en aquellos
escritos en los que deseamos dar respuesta a las cuestiones que reclaman
nuestra atención en la historia del arte.
Al igual que Julio Cesar, en su
relato de la Guerra de las Galias, dividía el país en tres partes, también a mi
me ha parecido conveniente dividir las cuestiones que suelen plantearse en la
historia del arte en tres preguntas
fáciles de recordar: el qué, el por qué y el cómo. En el tiempo del que
dispongo para mi intervención, me gustaría abordar estas tres preguntas por turno,
con el fin de juzgar hasta qué punto los historiadores del arte podemos
contestarlas y con qué grado de objetividad.
La pregunta sobre
el qué.
Parece obvio que la primera
pregunta a la que se enfrenta cualquiera de nuestros estudiosos es la del qué.
¿Qué es ese cuadro sobre el altar? ¿Qué es esa estatua en el parque? ¿Qué es
esa vasija en el escaparate de una tienda de antigüedades? La respuesta podría
ser que el cuadro es una obra tardía de Zurbarán que representa a Santa Águeda
(fig. 2); que la estatua es una copia del Apolo de Belvedere (fig. 3) del siglo
XVII; y que el vaso es una barata imitación occidental de porcelana Ming. ¿Cómo
lo sabemos? Lo sabemos porque somos historiadores de arte. Y el
principal cometido que se espera de un historiador de arte es el de poder
aconsejar a un coleccionista o al conservador de un museo sobre lo que se debe
escribir en el título o rótulo con el que se identifica a un determinado objeto
artístico. Como es lógico, ningún historiador puede ser un experto en todas las
cuestiones. Hay expertos en porcelana China, en escultura del siglo XVII o en
dibujos florentinos, como Bernard Berenson. Pero, ¿cómo llega un especialista a
sus respuestas? Es evidente que por comparación. Debe conocer en profundidad la
obra de Zurbarán, o haber contemplado un gran número de marfiles medievales.
Deberá tener una gran memoria visual, para ser capaz de decir a un
coleccionista que recuerda haber visto en el Louvre un díptico de marfil muy
similar de hacia 1320. Deberá consultar las ilustraciones en la obra modelo de
Koechlin, con el fin de asegurar que está en lo cierto y confirmar su hipótesis
de que el marfil que tiene ante sí puede ser la otro ala original del díptico.
Por otra parte, también deberá estar dispuesto a contrariar a su interlocutor,
al decirle que su marfil no es más que una mera copia, si es que no se trata de
una simple falsificación.
No hay duda de que, en nuestros días, la historia del arte ha
alcanzado tal grado de sofisticación, que la mayoría de las respuestas dadas
por los especialistas son las correctas. Tenemos detrás más de un siglo de
investigación en los archivos sobre datación de obras de arte, sobre
acontecimientos de la historia de la arquitectura, encargos de pinturas, y
sobre la creación y dispersión de las colecciones artísticas. or otra parte, el
desarrollo de la fotografía y los métodos científicos de datación de materiales
––como la termoluminiscencia–– nos han dado una gran precisión. Tenemos, pues,
una gran confianza en aquello que leemos en los rótulos de las obras y en los
catálogos especializados. No creo necesario insistir en la importancia que ha
cobrado este criterio de confianza en nuestro campo de estudio. Ya que, al
contrario de lo que sucede en otros campos de las humanidades, como en la
historia de la música, de la literatura o de la ciencia, la historia del arte se encuentra más expuesta a abusos, al estar
estrechamente vinculada a las subastas y a los galeristas. La opinión de un
experto puede determinar que un objeto valga millones, o bien, que no valga
nada. En cualquier caso, me gustaría señalar que las opiniones también podrían
ser erróneas. ¿Acaso no tenemos otro criterio objetivo que la convicción de un
experto que dice estar seguro de reconocer la mano de Rembrandt en un cuadro?
Por desgracia, la respuesta es que muy a menudo no poseemos otro criterio. La
debilidad de estas respuestas reside en que, en última instancia, dependen de
la autoridad del que responde. Soy consciente de que se está llevando a cabo un
gran esfuerzo para reducir esta debilidad. Podría referirme al comité de
expertos sobre Rembrandt, que visita las colecciones mundiales tratando de
atribuir un cuadro determinado a Rembrandt (fig. 4: Rembrandt, autorretrato
(detalle), Galeria Uffizi) o a uno de sus alumnos. Uno de estos expertos o
connoisseur es amigo mío; tengo una enorme confianza en su conocimiento e
integridad, pero debemos admitir que la
confianza en la autoridad, con ser algo importante, debe estar ausente de
cualquier tema que pretenda ser una ciencia.
La historia del arte no es una
ciencia. Ninguno de nosotros estaba presente cuando estas obras fueron
realizadas y, aunque podamos estar seguros de que la visión general del
Renacimiento, obtenida a lo largo de años de conocimiento de la historia de la
pintura en Italia, es más precisa que la versión que leemos en las Vidas de
Giorgio Vasari, hemos de admitir un cierto margen de error en nuestro punto de
vista. Tengo serias dudas de que alguna vez yo haya sido un buen connoisseur, ya que no tengo ni la
memoria visual, ni el interés especializado que les caracteriza. Con todo, una
de las razones que me llevaron a volcarme en otros temas de estudio fue también
un cierto escepticismo innato. Estoy convencido, desde lo más profundo de mi
corazón, de que existen muchas preguntas en la historia del arte a las que
nunca podremos dar respuesta; por lo que dedicar tiempo a ellas me parece algo
más grave que perder el tiempo.
En cualquier caso, debe
quedar claro que establecer una atribución a un artista particular, o datar
correctamente una obra de arte, no son las únicas respuestas que se espera de
los expertos en arte. El público también
querrá conocer qué significa o qué representa la estatua o el cuadro en
cuestión. En ocasiones la respuesta es bastante obvia. Incluso, sin ser
historiadores de arte, reconocemos una historia narrada en las sagradas
escrituras, como la Adoración de los Reyes Magos, o una historia de la
antigüedad clásica, como la de Venus y Adonis. No obstante, sabemos que hay
cuadros que encierran grandes problemas, lo que nos lleva a intentar encontrar
el texto que guió al artista en la representación de su cuadro. Una vez más, se
trata de comparar lo que vemos en un cuadro con aquello que podemos encontrar
en un texto escrito. A veces, la conexión es tan exacta que, una vez que se ha
sugerido, nadie dudará de ella. Tal sería el caso de Las hilanderas de
Velázquez, que resulta ser una evocación de la fábula de Aracne, tal como fue
narrada por Ovidio. Pero estas conexiones son relativamente raras. Creo que en
toda mi vida he dado con una o dos; mientras que en otros casos me he unido a
aquellos que han intentado reconstruir un texto inexistente para explicar el
simbolismo de un cuadro. Es obvio que siempre existe el peligro de circularidad
en este método, tan popular treinta años atrás, debido, en última instancia, a
la influencia del gran historiador del arte Erwin Panofsky. Yo mismo he
formulado este tipo de interpretaciones, por ejemplo, en relación a los cuadros
mitológicos de Botticelli, que llegué a relacionar con los círculos
neoplatónicos de Florencia (fig. 5: Botticelli 'El nacimento de Venus' detail).
Desde entonces, y como muchos de mis colegas del Warburg Institute, me he ido
haciendo cada vez más escéptico respecto a estas teorías, que no logran
alcanzar mayor certeza que aquellas atribuciones de los connoisseurs.
La pregunta del por
qué.
En cualquier caso, a lo largo de
mi vida he dedicado el mayor trabajo y esfuerzo a responder a la segunda
pregunta que mencioné al principio de esta conferencia: la del por qué; o en otras palabras, a la búsqueda de explicaciones. Debería
comenzar recordándoles un principio desarrollado por mi amigo el filósofo Karl
Popper en la metodología de la ciencia. Dice, en pocas palabras, lo siguiente: mientras que en ocasiones podemos llegar a
estar realmente seguros de que una teoría o interpretación es falsa, nunca
llegaremos a estar completamente seguros de que una teoría sea verdadera.
Permítanme ofrecerles un ejemplo
muy sencillo. Hoy día sabemos con certeza que interpretar el estilo gótico como
una invención de los godos es una equivocación. Sin embargo, la interpretación
del gótico como una manifestación del espíritu de la escolástica medieval –tal
como sugería Panofsky– podemos aceptarla o rechazarla indistintamente. El
verdadero peligro de estos casos es que podemos
ser víctimas de supuestas explicaciones que nunca podrán ser contrastadas, a
diferencia de lo que sucede con las explicaciones o teorías científicas. He
empleado, o quizá perdido, una buena parte de mi tiempo criticando esta clase
de argumentos –como la teoría de que "el
estilo es la expresión de su época"–; no tanto porque los encuentre
erróneos, sino más bien, porque los encuentro totalmente carentes de todo
contenido científico. Uno siempre podrá afirmar esta clase de cosas sin temor a
ser refutado; pero es evidente que nuestros estudios nunca podrán progresar si
vamos repitiendo este tipo de clichés. Me interesa recordar que, cuando consideramos cuestiones del por qué, las respuestas sólo pueden ser
parciales. Podemos entender fácilmente esta afirmación acudiendo a una
sencilla pregunta de la que conocemos su respuesta. Por ejemplo: ¿por qué estoy
hoy aquí, en este seminario...? Una respuesta posible sería: "porque he
sido invitado"; otra: "porque tenía curiosidad de ver cómo es
Gombrich". Con todo, ninguna de estas dos respuestas nos llega a ofrecer
una explicación completa. Ya que podríamos seguir indagando en sucesivas
preguntas: ¿por qué habéis decidido estudiar historia del arte?, ¿por qué
habéis querido ir a la universidad?, ¿por qué a este departamento? Y así
sucesivamente hasta el infinito.
Lo que vengo afirmando puede
parecer una perogrullada. Pero las consecuencias que podemos extraer de esta
sucesión de preguntas son muy importantes. Muestran que todas las teorías que pretenden ofrecer una explicación total no pueden
ser acertadas. Ya sea la teoría marxista, la teoría de la historia, el
psicoanálisis o el estructuralismo. Todas
ellas nos pueden ofrecer interesantes respuestas parciales a interrogantes
particulares, pero su pretensión de proporcionarnos una clave para todo debe
ser terminantemente rechazada. No haría falta decir que esta idea también
se aplica a cualquiera de las respuestas que se encuentran en mis libros. En
ellos, he acudido a menudo a la psicología con el fin de buscar una explicación
de ciertos aspectos de la historia de la representación pictórica; como pudiera
ser el predominio de cierta clase de representaciones que se dan en muchos
estilos antiguos, que han venido a denominarse como "imágenes
conceptuales", cuyo mejor ejemplo lo encontramos en el arte egipcio. ¿Qué
hizo que estos artistas no representasen el mundo tal como lo veían? O, en el
mismo sentido: ¿por qué los niños o las personas con poca pericia se comportan,
hoy en día, de la misma manera? La respuesta sería que el mundo que vemos
frente a nosotros tiene tres dimensiones, mientras que, al representarlo, lo
proyectamos en dos dimensiones sobre una superficie plana. Cabría realizar un
sencillo experimento que suelo recomendar con frecuencia. Consiste en coger un
lápiz e intentar dibujar sobre el cristal de una ventana lo que uno ve del
exterior. Al realizar este experimento, nos vemos sorprendidos por el tamaño
tan reducido que adquiere en la superficie del cristal la silueta del árbol
dibujado. Y, sin embargo, cuando medimos el tamaño real del árbol con el lápiz,
tal como suelen hacer los pintores, y lo comparamos con el tamaño del dibujo,
comprobamos que la transformación producida por la escala es la correcta.
Para decirlo en términos técnicos
y con brevedad, este ejemplo nos muestra la
diferencia que existe entre la proyección y la percepción. Nos sorprendemos
con esta diferencia de tamaños porque, después de todo, sabemos que la lente de
nuestro ojo también proyecta una imagen del mundo exterior en nuestra retina.
Pero debemos recordar que no podemos ver nuestra propia retina; que es nuestro
cerebro el que modifica el mensaje transmitido desde el ojo. Hablando con
precisión, el pintor no debe preguntarse cómo ve el mundo, sino cómo puede
proyectar en una superficie plana aquello que ve. Hay quienes piensan que el
mensaje enviado por el ojo se transforma radicalmente porque en el acto
perceptivo intervienen nuestra experiencia y nuestro conocimiento. En
consecuencia, si el pintor pudiera olvidar lo que conoce, concentrándose tan
sólo en aquello que realmente percibe ––lo que se ha denominado como “el ojo
inocente”–– , entonces podría reproducir fielmente el mundo visual. La psicología
de la percepción no acepta ya esta teoría. J. J. Gibson, ese gran estudioso de
la percepción visual a quien tan a menudo cito en mis escritos, me ha
convencido de que realmente vemos el mundo tal como es.
El árbol nos parece alto porque
realmente es alto. Hemos sido dotados de nuestra visión para orientarnos en el
entorno, y no podríamos orientarnos si al movernos en ese entorno nuestros ojos
no ofreciesen al cerebro una información exacta sobre los objetos exteriores.
Esta es la manera más profunda de tomar conciencia del mundo en tres
dimensiones y lo que hace tan difícil trasladar ese mundo a una tela o a una
superficie de dos dimensiones. Pero la consecuencia más interesante de todo
esto es que, una vez que hemos visto el truco de la proyección sobre un plano,
truco que también lleva a cabo mecánicamente la cámara fotográfica, percibimos
de nuevo en tres dimensiones. Observen el efecto fotográfico por el que la
farola que aparece al fondo de la imagen se ha reproducido a la izquierda de la
farola situada en primer plano (fig. 6: Fotografia que muestra la disminución
perspectiva; en EH Gombrich, La imagen y el ojo, p. 19). La farola nos parece
tan pequeña que nos vemos obligados a verificar las medidas para convencernos
de que no hemos sido engañados. Esta fotografía me ha enseñado más cosas que
muchas páginas de escritos teóricos sobre la percepción.
Espero que este pequeño
experimento nos ofrezca al menos una respuesta parcial a la pregunta de por qué la aplicación de la geometría
proyectiva al arte ––que denominamos como perspectiva–– supuso tal cambio en la
historia de la pintura. No obstante, esto no responde a otra pregunta: ¿por
qué alguien deseó aplicar ese recurso? He tratado de este asunto en mi
libro Arte e Ilusión, y en otros
textos. En ellos sugerí que la función religiosa de las imágenes fue la causa
que llevó a la búsqueda del realismo. Ya que, al igual que en el teatro, el
arte podía valerse de la imaginación de los fieles, capaces de dotar de vida a
las historias sagradas sugeridas en esas representaciones.
Plinio y Vasari nos hablan del
lento y metódico desarrollo de estas técnicas; pero, como ya he advertido
anteriormente, todas estas respuestas no son más que respuestas parciales, pues
cuando los sucesos ocurren en la realidad, provocan un gran número de
consecuencias, tanto esperadas como inesperadas. Y así, un artista que progresa, o que hace mejorar su arte, normalmente
obtiene una gran fama, lo que incita a otros artistas a intentar sobrepasar sus
propios logros. En consecuencia, la investigación en lo que originalmente
no era más que un mero recurso técnico, adquiere una cierta autonomía, dando
lugar a la idea del “arte por el arte”. Nada
más interesante que esta transformación, que podríamos considerar como el origen de nuestra noción de arte, en
cuanto actividad para ser admirada, coleccionada y mostrada en museos. En la
historia hay otros ejemplos de ese tipo de emancipación, tanto en la
literatura, como en los rituales, en los juegos o en el deporte. Cada una de
esta actividades tiene sus propios aficionados, que se convierten en expertos
en lo que cabría denominar como los aspectos más sutiles de sus respectivas
técnicas.
En alguna ocasión he comparado la
situación en la cual las actividades prosperan, con aquello que los biólogos
denominan como el nicho ecológico, en el cual una especie vegetal o animal se
desarrolla. El clima, el humus, el sol, todo contribuye a crear unas
condiciones peculiares en las que se originan las selvas tropicales. Pero, a su
vez, como bien sabemos, las selvas tropicales también tienen una decisiva
influencia en el clima y en el humus. Es este tipo de procesos de
retroalimentación ––o de feedback––,
los que debemos investigar si de verdad queremos progresar en el estudio del
desarrollo y transformación de esas instituciones, tal como se dan en la
historia del arte. Cabría encontrar muchos ejemplos en mi libro más extenso, El sentido de Orden, que trata del
ornamento y la decoración; porque en estos temas, al igual que en el ámbito de
la representación, se encuentran situaciones en las que la oferta y la demanda
del feedback ha llevado a un refinamiento cada vez más perfecto en las
destrezas artísticas. Tan sólo habría que mencionar las maravillas alcanzadas
en la decoración ornamental de la Alhambra, para indicar lo que quiero decir
(fig. 7: 'Patio de los Leones', La Alhambra, Granada, 1377)); aunque también se
alcanzan cumbres similares en el desarrollo de los recursos ornamentales en el
estilo rococó, o en el estilo gótico tardío (fig. 8, Catedral de Extr, fachada
oestse, 1350-1400).
Soy plenamente consciente de que
tengo fama de ser una persona poco interesada por el arte moderno. Si bien
habría que afirmar, una vez más, que se trata de una verdad parcial, es
probable que la mayor parte de los asistentes a este acto sean más expertos que
yo en esta materia. Pero con todo, he de confesar que lo que más me inquieta en
los escritos que he leído sobre arte del siglo XX es, precisamente, la ausencia
de un intento por explicar, más que por describir, estas manifestaciones
artísticas. La mayoría de los escritos
sobre arte del siglo XX se encuentran fuertemente influidos par la ideología
del progreso que Karl Popper ha denominado como el “historicismo”. Se trata
de una actitud que casi excluye la formulación de preguntas. Los cambios que
descubrimos en las artes de nuestro tiempo son aceptados como revelaciones
siempre nuevas del “espíritu de la humanidad”, por lo que sería casi una
blasfemia acosar al “espíritu de los tiempos” con preguntas impertinentes. De
hecho, si se hace, uno se autocalifica como un hereje y enemigo del progreso; o
incluso, como un reaccionario, que la historia pasará por alto por ser tan sólo
una reliquia del pasado. Como ven, tengo una verdadera actitud critica ante
esta ideología, ya que me parece completamente vacía de contenido científico.
De ahí mi interés por todo intento de explicar lo que ha sucedido, o aquello
que todavía sucede, en el mundo del arte.
No sabría decir cuántos de
ustedes han advertido que he intentado perfilar estas explicaciones en las
últimas ediciones del libro Historia del
Arte, en el que trato de lo que denomino como “el triunfo de las vanguardias”,
es decir, del cambio dramático que va
del rechazo generalizado de esta tendencia, a su aceptación casi total. Si
consultan las páginas 612 a 618 de la última edición española, encontrarán que
he enumerado nada menos que nueve factores en la situación del arte y de los
artistas en nuestra sociedad que, a mi juicio, contribuyen a ofrecer una
explicación. Puesto que pueden leerlas, me limitaré a mencionarlas brevemente.
No les resultará extraño que el
primer elemento que mencioné sea, precisamente, la filosofía del progreso,
condensada en el eslogan de la vanguardia. En segundo lugar menciono la
pretensión científica del arte que, con tanta frecuencia, ha hecho que estas
ideas parezcan abstrusas e ininteligibles al hombre de la calle y que, debido a
ello, sean aceptadas sin discusión. Cabría interpretar el tercer factor como el
opuesto al anterior: el extendido culto de lo irracional, que para muchos
parece ofrecer un refugio ante el mecanicismo de la vida moderna. En
continuidad con el anterior, menciono, en cuarto lugar, las teorías de Freud y,
con ellas, la idea de que el artista debe ser un adalid del inconsciente en
protesta contra la uniformidad de la civilización occidental. En quinto lugar,
la demanda de novedad propia de los marchantes, que se corresponde con el
anhelo de novedad en la industria de la moda. El sexto elemento, la influencia
de las nuevas corrientes en la enseñanza del arte, que comienza en la enseñanza
primaria y que fomenta la idea de la autoexpresión. A continuación, en séptimo
lugar, me refiero al enorme impacto de la fotografía y a la necesidad que tiene
el artista de buscar alternativas a la representación visual de la naturaleza.
El octavo elemento trata de algo que, hoy en día, podría ser ya un rasgo del
pasado: la reacción contraria que se produjo ante el patrocinio oficial, en los
países del Este, de toda manifestación artística que reflejase el realismo
social. Por último, la extensión de una tolerancia nueva, la disposición del
público a participar en la diversión sin tener que ocuparse de teorías
solemnes.
No creo, en absoluto, que
estos nueve puntos proporcionen siquiera una explicación parcial al triunfo de
las vanguardias. De hecho, podría mencionar otros aspectos que he desarrollado
en mi conferencia sobre Oskar Kokoschka y su tiempo y en otra conferencia que
he impartido en la Royal Academy de Londres, en 1990, con el título Estilos de
arte y estilos de vida. Mi intención, al citar estos escritos, no consiste en
mostrar mi erudición o en dar por cerrada la discusión remitiéndome a ellos,
sino en llamar la atención sobre lo que tienen en común: están basados en el principio
que Karl Popper denomina como la
“lógica de las situaciones”; es decir, en el análisis de las circunstancias que
conducen al artista o al público a alcanzar determinadas metas o adoptar
ciertas actitudes. La “lógica de las situaciones” no es una
teoría psicoanalítica, sino un análisis de elecciones racionales, como las que
encontramos en la economía o en las reglas de los juegos. Para preguntar por
qué un jugador de ajedrez realiza una determinada jugada, no es necesario saber
nada de psicología, tan sólo es necesario conocer el juego del ajedrez y, claro
está, suponer que desea ganar. No deja de ser paradójico, que sólo cuando el
jugador realiza una mala jugada, busquemos una explicación psicológica.
Permítanme un ejemplo muy sencillo de la “lógica de la
situaciones”, muy cercano a nuestra experiencia cotidiana: el enorme e
increíble éxito de las exposiciones en nuestros días. ¿Por qué están llenas las exposiciones y vacíos los museos? Hay un
elemento obvio en esta situación: sabemos que las exposiciones cerrarán pronto
y damos por hecho que los museos estarán siempre ahí. Además, como he comentado
con alguna frecuencia, hay un factor añadido de presión social. En determinados
círculos, es normal que se pregunte si se ha visitado la última exposición,
mientras que sería casi de mal tono preguntar cuándo se ha visitado por última
vez el museo local. En pocas palabras, las exposiciones son noticia y los
medios de comunicación se aseguran de mantener en vilo nuestro interés. Y una
vez más, me veo obligado a recordar que nos encontramos ante una explicación
parcial, ya que no todas las exposiciones alcanzan el mismo éxito. Más tarde o
más temprano nuestro análisis habrá de tener en cuenta que, con medios de
comunicación o sin ellos, hay personas a las que les gusta ver obras de arte; y
que hay obras de arte que gustan más que otras.
La pregunta por el
cómo.
Llegamos así, por fin, al
desalentador final de mi charla, en la que debo tratar de la tercera pregunta
que nos podemos plantear ante una obra de arte: aquella que hace referencia, no
tanto al qué o al por qué, sino al cómo. Se trata de una pregunta que, supuestamente, tendría que
formular y contestar el critico; ya que el
crítico de arte es la persona que nos debe indicar el aspecto gratificante que
encontramos en la contemplación de las obras de arte. Tanto en el pasado como en el
presente ha habido grandes críticos de arte convencidos de tener la respuesta a
esta pregunta. Críticos que, apasionados por su entusiasmo, lograron crear
conversos y difundir determinados estilos o tipos de arte. Pensemos en
Winckelmann durante el siglo XVIII, en Ruskin o en Fromentin en el siglo XIX,
en Roger Fry, Kenneth Clark y André Malraux en nuestro siglo. Todos ellos
proclamaron sus propios credos estéticos con ferviente convicción y enorme
éxito. Fueron capaces de expresar sus reacciones con palabras, comunicando, de
esta forma, los valores en los que tan apasionadamente creían.
Estoy seguro de que estos y otros
muchos críticos de arte han cumplido una función esencial, al llamar la
atención de sus contemporáneos sobre aquellas actitudes humanas que creían ver
encarnadas en los estilos y en las obras de arte. Fueron los críticos de arte los que dieron origen al coleccionismo y a
la historia del arte, por lo que todos nosotros debemos estar en deuda con
ellos. Con todo, si nos acercamos a sus escritos con la frialdad de la razón,
comprobamos que tan sólo llegan a transmitirnos aquellos aspectos que más les
gustaron o admiraron en una determinada obra de arte, así como la manera en que
se sintieron impresionados por algunas de sus características, como puedan ser
el color, la pincelada o la originalidad. No creo que nadie pueda aportar algo
mejor. De hecho, estoy convencido, y así lo he afirmado con frecuencia, que los mayores logros del arte son demasiado
sutiles y complejos como para poder ser expresados en palabras. El lenguaje
es un instrumento maravilloso, que puede servirnos de muchas maneras; pero nos
sirve, precisamente, porque nos ofrece un número limitado de palabras y
conceptos. Aunque la industria de la moda pudiera acuñar distintos nombres para
denominar las más variadas tonalidades de color, siempre seguirían existiendo
en la naturaleza muchos más tonos que los que el ojo humano pueda distinguir.
Si cada uno de ellos tuviera un nombre, nunca podríamos aprenderlos ni, mucho
menos, usarlos correctamente.
Pero el arte no es la única
realidad que no puede ser descrita; cada experiencia concreta se resiste necesariamente
al lenguaje; o, como decían los antiguos escolásticos, "individuum est ineffabile". Por
otra parte, si solamente pudiéramos
experimentar aquellas realidades que se pueden nombrar o expresar en palabras,
nuestra experiencia vital sería muy empobrecedora. No podríamos explicar la
belleza de una melodía, ni describir la belleza de una línea. Nuestras
reacciones están profundamente unidas a nuestra herencia cultural, a nuestra
civilización, y es de esperar que nadie nos venga a preguntar sobre cómo y por
qué deseamos ser personas civilizadas.
Me sentí muy orgulloso y
complacido al ver que el profesor Joaquín Lorda, en el libro que tuvo a bien
dedicar a mis ideas, me entendió perfectamente al acabar su análisis con
algunas páginas sobre la fe . Tiene toda la razón al decir que yo
entiendo la valoración del arte como una cuestión de fe. No creo que
esta conclusión contradiga mi compromiso con la razón. Ya que aquellos que valoran la razón, también
deben ser conscientes de que ésta es limitada.
Nota: las frases o expresiones
en negrita son responsabilidad del autor del blog y no del autor del texto.
Vaya sin duda un texto con muchísimo que analizar y entender. Pero creo que podría resumirlo, según he creído entender. Gombrich dice que el arte no es tan fácil como una obra literaria a mi entender, una obra literaria o un cuento es una historia con principio y fin, pero una obra de arte encierra muchas preguntas en su interior que no podremos saber nunca con certeza, por eso no podemos decir ni creer aquellos que no somos entendidos la primera teoría lógica sobre un cuadro que no se ve su mensaje a simple vista. Una obra de arte intenta contar algo, sí, pero siempre de habrá que buscar más allá del simple significado. Y sobre la realidad y el arte, me quedo con una frase que dijiste el segundo día que lo explica muy bien, a parte de todo lo que dice de la perspectiva, la frase sería esta: El arte existe porque la realidad no es suficiente.
ResponderEliminarSiento no ser tan exacta, pero me queda mucho que aprender.
Jessica.
Vaya sin duda un texto con muchísimo que analizar y entender. Pero creo que podría resumirlo, según he creído entender. Gombrich dice que el arte no es tan fácil como una obra literaria a mi entender, una obra literaria o un cuento es una historia con principio y fin, pero una obra de arte encierra muchas preguntas en su interior que no podremos saber nunca con certeza, por eso no podemos decir ni creer aquellos que no somos entendidos la primera teoría lógica sobre un cuadro que no se ve su mensaje a simple vista. Una obra de arte intenta contar algo, sí, pero siempre de habrá que buscar más allá del simple significado. Y sobre la realidad y el arte, me quedo con una frase que dijiste el segundo día que lo explica muy bien, a parte de todo lo que dice de la perspectiva, la frase sería esta: El arte existe porque la realidad no es suficiente.
ResponderEliminarSiento no ser tan exacta, pero me queda mucho que aprender.
Jessica.