La escultura barroca española se desarrolla en dos corrientes principales que dan nombre a la Escuela castellana y la andaluza. Si aquélla tiene en Gregorio Fernández su principal representante y se define formalmente por un expresionismo dramático de fuerte patetismo, la andaluza sigue una estética diferente. Hay en ella un poso clasicista, procedente de una tradición manierista que había tenido artistas de renombre en el último tercio del S. XVI, y que es la que marca una impronta clásica en la imaginería del XVII. Esta sería su principal diferencia con la Escuela castellana, al caracterizarse por un mayor equilibrio compositivo y sobre todo por una mayor moderación en el tratamiento de la expresión dramática. Por lo demás coincide la temática religiosa, consecuencia del mecenazgo de la Iglesia católica, y su tratamiento realista y expresivo con el fin de convertir las imágenes en reclamos que muevan a la piedad y al sentimiento de los fieles. Asimismo se trabaja en madera preferentemente y se utilizan para reforzar el naturalismo de las imágenes las técnicas consabidas del encarnado, para el trabajo en las anatomías, el estofado en las vestiduras y los postizos.
La nómina de artistas de renombre en la Escuela andaluza también es más nutrida que en la castellana, con numerosos artistas de gran importancia. Entre ellos habría que destacar en primer lugar a Juan Martínez Montañés, que ya se ha tratado en esta misma sección de Miradas, pero también los de Alonso Cano, Juan de Mesa y Pedro de Mena, que es el que hoy tratamos
Pedro de Mena (Granada 1628- Málaga 1668) es discípulo del granadino Alonso Cano, uno de los escultores más importantes del primer barroco español e hijo de Alonso Mena también escultor, que al morir cuando Pedro apenas cuenta 18 años le legará su taller. Sin duda la influencia de Alonso Cano resultaría determinante porque al quedar bajo su tutela trabajando juntos, Pedro de Mena adquirirá toda la maestría de su mentor. Hombre muy religioso, Pedro de Mena, realiza figuras exentas preferentemente y no pasos procesionales como era más habitual en su época, caracterizándose sobre todo por una hondura en la plasmación de los sentimientos y un realismo sobrio y de gran sencillez, que contribuyó a que esa captación del sentimiento y la emoción profunda llegara más directamente al espectador.
Por ello también es uno de los representantes más genuinos de las características plásticas de la Escuela andaluza, definida como sabemos por su mayor sosiego y equilibrio, y una concepción más clásica de la escultura. Aunque no por ello dejó de utilizar los recursos realistas típicamente barrocos tan característicos de este periodo, como en su caso la utilización del vidrio en la factura de ojos y lágrimas o el trabajo de su policromía, igualmente sobrio en los tonos y adecuado a la sencillez que suele dominar todo su trabajo.
De sus obras principales habría que destacar un San Francisco para la Catedral de Málaga, piezas exentas como San Diego de Alcalá o su famoso San Pedro de Alcántara, y muy especialmente la Magdalena Penitente que hoy nos ocupa.
Se trata de un encargo de los Jesuitas de Madrid, y aunque la concluyó en su taller de Málaga, es posible como parece, que en sus inicios se viera influida por la Magdalena realizada para las Descalzas Reales de Madrid por Gregorio Fernández en 1615. En cualquier caso la iconografía elegida por Pedro de Mena resulta como es habitual en él mucho más sobria y desde luego de una sencillez que está en la raíz de la fuerza de la emoción y el sentimiento que es capaz de transmitir.
Además el tema de la de la Magdalena se trata aquí de forma un tanto novedosa, subrayando su fervor y su sentimiento de pena y angustia. Rostro, cabellos y manos, dramatizan por sí solos toda la escena, en medio de la austeridad del ropaje y de la simplicidad en la composición.
Como es habitual, la expresión se concentra en el rostro: labios entreabiertos, cejas arqueadas, pelo sebáceo pegado a los ropajes, y la mano conteniendo el corazón que parece salírsele del pecho. Expresión que se sublima en la mirada hacia el crucifijo, caragada de fervor y de un amor sobrehumano que parece aislarla del entorno, o lo que es lo mismo, del mundo terrenal.
Para que también el espectador se centre casi exclusivamente en este aspecto de su expresión encendida, es decisivo el resto del trabajo sobre la túnica y la anatomía, especialmente simple envuelto el cuerpo en la saya de arpillera que lo cubre. También los colores insisten en esa sencillez, con una policromía de tonos suaves predominantemente ocres.
La obra destinada originalmente a la Casa Profesa de los Jesuitas de Madrid, pasó posteriormente a las Salesas Reales, ubicándose desde 1921 en el Museo del Prado. No obstante en 1933 se traslada al Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, convertido posteriormente en Museo Nacional de Escultura, donde se encuentra en la actualidad.
Fuente:
Escrito por Ignacio Martínez Buenaga (CREHA) |
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