Joachim Patinir (h. 1480 - 1524) es uno de los grandes pintores flamencos del s. XV, aunque no tan famoso como los hermanos Van Eyck. Fue, sobre todo, pintor de paisajes y temas religiosos. Se le considera precursor del paisaje como género independiente y el Museo del Prado le ha dedicado este año una exposición antológica que se cierra el próximo 7 de octubre. En este museo siempre hemos podido contemplar el cuadro "Caronte cruzando la laguna Estigia", un pequeño óleo sobre tabla que, si uno se despitaba, podía pasar desapercibido por su pequeño formato. No obstante, y a pesar del pequeño formato de sus obras, lo que allí se representa nos asombra por su escala, que oscila entre lo miscroscópico y lo telescópico. El pequeño tamaño del soporte de sus extraordinarios paisajes, no es obstáculo para que el pintor represente grandiosos paisajes que se extienden hasta el infinito, al mismo tiempo que atrapa nuestra mirada con minuciosas representaciones que se dispersan por el cuadro de forma estratégica para guiar nuestro itinerario visual. El infinito se nos muestra desde una reproducción casi telescópica, mientras que seres y objetos, pintados casi de forma microscópica con finísimos pinceles y lentes de aumento, se convierten en tesoros que habrá que descurbrir no sin esfuerzo.
Los cuadros de Patinir requieren ser contemplados una y otra vez, pues no agotan sus descubrimientos en una sóla o primera mirada. Hay que deternerse en el marrón terrenal que domina los primeros planos, allí donde parece que sucede lo más importante del cuadro; después hay que desplazarse por la variada gama de verdes donde se agazapan las sorpresas que sólo un observador atento podrá descubrir en medio del follaje de los bosques o la ondulación de los prados encajados entre abruptas montañas. El infinito aparece como un inmenso azul "patinir" en forma de cielo que oscila desde el blanco luminoso al azul más intenso y profundo. En esa lejanía se pierden, por fin, nuestros ojos soñadores, para volver al principio del cuadro, allí donde comienzan, de nuevo las sorpresas. Y todo ello en una superficie que asombra por su pequeñez. Toda una aventura para quienes quieran, o puedan, degustar la exposición que el Museo del Prado le dedica. Los que no puedan hacerlo en vivo, siempre podrán recurrir a otras fuentes. Buen provecho.
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